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Atalaya y cielo emborregado |
Desde hace un tiempo para acá observamos por la calle pedir limosna a personas jóvenes que en realidad no tienen mucho aspecto de pordioseras (al menos, a nuestro entender, no se les ven trazas para haberse dedicado a ejercer de mendigos). Esto quizá, en contraste con la proliferación, cada vez más en alza, de una casta de altos y medios cargos políticos, a los que no les falla nunca a fin de mes el ingreso en cuenta de generosas nóminas (aun con nimias reducciones y recortes, para que no se diga, que ellos también se sacrifican, ¡oiga!, siguen siendo excelentes sueldos de dinero público), debiera hacernos reflexionar un poco en qué callejón de la economía nacional estamos metidos.
Es cierto que siempre ha habido pobres en el mundo y los habrá..., al menos eso fue lo que dejó dicho Jesús cuando en Betania, en casa de un tal Simón, una mujer (pudo haber sido María la de Magdala, María la hermana de Lázaro u otra de las varias mujeres que lo seguían, lo escuchaban y le prestaban cuidados) lo unge con un perfume caro y Judas Iscariote, que era quien llevaba religiosamente las cuentas del grupo, protesta de tal derroche con el argumento de que su valor monetario podía haberse destinado a los pobres (esa era la doctrina cristiana que predicaba el Maestro y la regla general, con su excepción).
Pero ahora ya no les hablo de los conocidos y tradicionales “sin techo” (bueno, sin techo, sin medios de subsistencia, sin futuro y en perfecta exclusión social), que duermen entre cartones en un rincón de cualquier ciudad y se sientan abatidos en una esquina transitada o en el poyo de una iglesia para ofrecer a la gente por muy poco dinero la oportunidad de hacer caridad, cosa importante de cara al currículum personal de la vida: ya saben: “...fui pobre y me disteis limosna...”, está escrito más o menos; ni nos referimos a esos otros zarrapastrosos que se han dejado engullir por el abandono de sí mismos durmiendo entre perros y andrajos, y que cuando los llevan a un albergue, los asean, los visten, les dan de comer y aun les ofrecen ayuda para escapar del hoyo de las arenas movedizas de la pobreza, ellos rehúsan y tornan a sus mugrientos cartones y a la parca libertad que les brida un litro de vino a palo seco en tetrabrik; ni hablamos tampoco de los que adoptan una actitud penitente, trágica, hincándose de rodillas delante del Corte Inglés, o de cualquier otro lugar de frívolo consumismo donde pretendemos adquirir porciones de felicidad con tarjeta, llevando éstos un cartelito en el pecho en el que resumen en pocas palabras su drama personal para ver si a alguien se le cae el alma al suelo y se rasca el fondo del bolsillo; ni mucho menos vamos a meternos ahora con los profesionales de la mendicidad, esos fulanos que van de pueblo en pueblo con sus autos cochambrosos, que aparcan en un descampado de las afueras y, mientras las mujeres con vestimentas étnicas se dan una batida con sus criaturas sucias para causar pena pronunciando ante los viandantes una retahíla de palabras en lengua romance, ellos se echan una partida de cartas al calor de unos tragos de vino. Y tampoco hablamos siquiera de los que cada vez más salen al oscurecer, hombres y mujeres, moros y cristianos, gitanos y payos, con o sin carritos, a meter la cabeza y parte del cuerpo para hurgar en los contenedores (¡que vergüenza social, que otro ser humano se tenga que alimentar con los deshechos que yo arrojo al cubo de la basura!) buscando sencillamente qué comer.
No. No me refiero a éstos que he citado, sino a chicos jóvenes que bien pudieran haber salido no hace mucho de la universidad o que a lo mejor han tenido el último trabajo con un contrato de miseria y ya, por el tiempo que hace que lo perdieron, no creen que repartan más esperanzas para ellos en las oficinas de empleo; me refiero a señoras con pinta de haber hecho las tareas del hogar antes de pararse educadamente y en silencio en la puerta de un supermercado para ver si caen en su mano alguna de esas monedas cobrizas, de poco valor, que tanto incordian en los monederos; me refiero a hombres jóvenes que a lo mejor hablan dos idiomas y tienen conocimientos de informática, y que probablemente han tocado a todas las puertas en demanda de cualquier trabajo para ganarse el pan de cada día y sólo les queda ya el último recurso de pedir en una acera a los viandantes unos pocos céntimos solidarios, que el sistema, desgraciadamente, no les garantiza.
La Constitución establece en su artículo primero que “España se constituye en un Estado social...” Así lo escribieron en 1978 con la idea de que ningún español estuviera excluido de una existencia digna. Eso es lo que significa un “Estado social”: que cada cual, legalmente, aporte al sistema según sus posibilidades, y que el sistema, bien gestionado (en la actualidad por un enjambre de políticos pertenecientes a demasiadas administraciones), organice los medios y las oportunidades para que nadie, absolutamente nadie, quede tirado en la calle a merced de la caridad del prójimo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 21/04/2012 en el semanario de papel "El Mirador de Cieza")
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